Cd. Delicias, Chih. 23 de mayo de 2025


En un bote de vela ...

Fecha/hora de publicación: 22 de mayo de 2025 13:24:14

México no tiene ejército, tiene lo que queda: un archivo, un gesto, un despojo con guerrera abotonada hasta el cogote; y aunque eso parezca mucho decir, basta una pincelada de historia y un brochazo de actualidad para comprobarlo. Las instituciones armadas de este país, desde su fundación, han sido menos una garantía de soberanía que una tragicomedia de uniforme planchado; y si la Marina alguna vez fue digna —pongamos por caso las campañas de Blas de Lezo, aunque, ¡ay!, ése era español—, hoy no pasa de ser la nota ridícula en el boletín de deshonores nacionales.

Tres veces ha caído el ejército mexicano, sin contar las derrotas por defaul, como las guerras con los Estados Unidos, donde el heroísmo consistió en perder menos mal. Primera vez: en la guerra de Independencia, cuando los realistas, hartos de combatir sin gloria, decidieron pasarse al otro bando. Lo llamaron “Abrazo de Acatempan“, pero bien pudo ser “El Salto del Chapulín“ o el “Chapulinazo“ a secas (primero en la historia patria y, ya por eso, digno de especial mención y festiva memoria).

Segunda: durante la guerra de Reforma, cuando los conservadores, apadrinados por Dios, Napoleón III y Maximiliano, mordieron el polvo frente a Juárez. Una guerra civil con fachada de cruzada moral, donde los mochos juraban defender la religión mientras hipotecaban el país a intereses extranjeros; y los liberales no lo hipotecaron porque los gringos no quisieron. La intervención francesa disfrazó el capricho imperial de civilización y terminó, como suele terminar todo en México, con fusilamientos al amanecer. Maximiliano, emperador por catálogo, acabó en el Cerro de las Campanas, mirando al pelotón con más decoro que muchos de sus generales y más entereza que la mayoría de los políticos de su tiempo, incluidos los del bando liberal y republicano.

Tercera: en la Revolución, donde el ejército federal simplemente dejó de existir. Una estructura colapsada que se rindió sin siquiera escenificar una retirada digna. Derrotado en el campo de batalla, desprestigiado en el imaginario popular y corroído desde dentro por la deslealtad, el ejército entregó las armas sin honra ni épica. El Tratado de Teoloyucan, firmado el 13 de agosto de 1914 entre Álvaro Obregón, por parte del Ejército Constitucionalista, y Gustavo A. Salas y Aurelio Blanquet, en nombre del Ejército federal, fue la estocada final. No hubo defensa heroica ni última trinchera, sólo una firma apresurada y una orden de disolución que convirtió a los otrora defensores de la dictadura en civiles desarmados. Fue la única ocasión en la historia moderna de México en que un ejército se auto-disolvió por escrito, como quien se declara en quiebra moral. Los cañones callaron, de su mano sin fuerza..., pero no por victoria sino por cansancio; y así, literalmente de un plumazo, desapareció una institución que, en el fondo, no supo a quién servía ni por qué peleaba.

¿Y ahora? Pues ahora resulta que ni siquiera tenemos el consuelo de un buque escuela que flote sin pena... y un poco de gloria. El Cuauhtémoc, emblema flotante de la Marina Armada de México, casi naufraga en el astillero seco de la ineptitud presupuestaria.[1] Le cortaron el presupuesto de mantenimiento como quien deja de alimentar al perro porque ya ladra poco. A bordo, jóvenes cadetes aprenden valores, según se dice, pero todo indica que también están aprendiendo a nadar por si el barco se hunde mientras lo pulen. ¡Qué patriótico!

Es risible, sí, pero no gracioso. Es la mueca de un Estado que simula tener fuerzas armadas mientras éstas se caen a pedazos entre desfile y desfile. La 4T, que presume haber militarizado hasta el silbato del árbitro, recorta el presupuesto a la Marina mientras reparte camionetas blindadas a tontas y a locas.[2] Piden lealtad institucional, pero ni un clavo para el casco del barco. La soberanía flota, sí, pero de milagro; y no es casual, este gobierno —como otros, pero con más teatralidad— ha convertido al ejército en una especie de agencia de logística, constructora de aeropuertos, trenes, repartidora de medicinas y, de ser necesario, animadora de fiestas patrias. Soldados que no defienden, marinos que no navegan; y todos, eso sí, bien alineados en La Mañanera.

Alguien dirá: “No se burle, son nuestras fuerzas armadas“. Sí, ¡cómo no!; y también eran nuestras las instituciones que desmantelaron a mansalva. ¿No es acaso una forma más refinada de traición desmantelar lo poco que flota, con tal de sostener lo que se hunde? El Cuauhtémoc no es un barco, es un síntoma. Un recordatorio de que este país, cuando se trata de defenderse a sí mismo, prefiere el naufragio lento al combate frontal. Esta tonadilla, la podría cantar la Presidente Sheinbaum, con sus senadores y diputados haciéndole segunda y bailándola suavecito:

“En un bote de vela,
sin marca y compás,
rumbo no sé dónde,
quiero naufragar...“.

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