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Ajo y agua :Por Luis Villegas Montes

Fecha/hora de publicación: 12 de abril de 2019 13:59:39

Perdido en un mar de cavilaciones —no sé si seguirle con la chirinola del Consejo de la Judicatura local (cada día más hilarante considerando la imbecilidad de los diputados que se han "ocupado" del tema), o bordar sobre alguna de las estupideces que, a diario, nos prodiga Andrés Manuel (como aquella de comparar a los pobres con "animalitos"; o la otra, más grave, de que 8 de cada 10 contratos que otorga lo hace vía adjudicación directa, el monto rebasa los 26 mil millones de pesos)—, opto por el camino de la prudencia, fenómeno bastante extraño en mí, a qué negarlo, y doy cuenta, puntual, de la tristeza que me acongoja.

Resulta que estoy, o me puse, a dieta. En efecto, como algunos individuos que yo conozco, y de los que no quiero decir su nombre, quienes deberían estar a pan y agua, así yo. Con un hambre atroz (que no es lo mismo "que con un hombre atrás"), desgrano mis días y cuento las horas para mi próximo yantar.

Todo comenzó una gélida y malhadada mañana de enero de este año con una llamada telefónica que, lejos estaba yo de columbrar, iba literalmente a cambiar mi vida.

Resulta que el Aarón —quien saben quién es bien y quién no ni modo— me llamó para decirme que una amiga suya que se llama no me acuerdo cómo y trabaja en no sé dónde, quería hacer un estudio de no sé qué; el quid del asunto es que la individua quería hacer una serie de pruebas relativas al sobrepeso y andaba buscando conejillos de Indias.

Como de conejo no tengo mucho, pero de indio sí (nomás espérese a que me deje crecer los bigotes y va Usted a confirmarlo), acepté someterme como voluntario al mentado experimento. Contar los detalles no viene al caso, bástele saber, querida lectora, apreciado lector, que no pasé de la primera prueba; quiero decir, sí la pasé pero me deprimí tanto con los resultados que dejé el asunto en un "ahi muere".

¡Ah! Pero como la consciencia es socarrona y argüendera, estuvo a dale y dale con los datos que arrojó el estudio, de los que menciono tres por su particular relevancia: sobrepeso de 18 kilos, edad metabólica de 75 años y obesidad grado 1; "¡en la mádere!", me dije; así que empezar la dieta sólo era cuestión de tiempo.

Dábale vueltas al asunto una vez y otra; me veía de perfil frente al espejo, metía la panza, sacaba el pecho, me paraba "derechito" (lo más derechito que la joroba que se me está haciendo entre la espalda y el cuello lo permite) y no había remedio, el fatídico resultado era el mismo siempre: parecía papa (bueno, parezco papa, porque apenas llevo cuatro días de agonía).

Decidido a cambiar las cosas; convencido —como Mahoma en el asunto ése de la montaña— de que la flaquez nunca iba a venir a mí sino que era yo quien tenía que ir en pos de ella, me puse a dieta y en esas estamos: a ajo y agua (a joderse y aguantarse).

Si a Usted esta carta se le hace cortita, es natural, yo veo doble, así que a mí me parece enciclopédica. Además, ni se me pare enfrente, pues, a cualquier cristiano lo veo como un filete en potencia, por no hablar del humor de perros que me cargo. Para más inri, el doctor dijo del alcohol que "ni mirarlo" y no es cosa de ponerme creativo y echarme un alipús con los ojos cerrados.

Y ya me voy que me toca mi colación. Dice el doctor que se llama "comida metabólica" y que no puedo saltearla porque resulta fundamental; es cierto, yo la veo con la misma ternura que un náufrago mira a su isla en el centro del océano; o el perdido en el desierto, al oasis salvador, en medio de la nada. Nunca, nunca, nunca, unos trocitos de apio me habían hecho tan feliz; ni siquiera en clamato.

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